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La cuestión es que, desde hace ya algún tiempo, el teatro se metió en el baño. Empezando, quizás, por una de las obras-emblema del nuevo teatro argentino, estrenada casi al mismo tiempo que el siglo XXI: Mil quinietos metros sobre el nivel de Jack, de Federico León.
Allí había una madre de unos 60 años, un hijo, una mujer y un niño. La bañadera llena –otra vez o por primera vez– de agua y un padre buzo, ausente. El desgaste y la descomposición a la que los objetos, la piel, los materiales –incluso el neopren– estaban expuestos era uno de los conductores de la obra. La pieza se estrenó en 1999, en El teatro del Pueblo y luego, en 2001, se reestrenó en La sala de la almohada: "Lo que hago es un teatro íntimo –decía León en una entrevista a la revista Funámbulos–, en el cual es importante la cercanía: que el público tenga la sensación de que está casi dentro de la escena, que se produzca una interacción real con los personajes, que los espectadores sean testigos de un presente escénico que aparentemente no volverá a suceder". La propuesta, en efecto, exponía al público a un grado tal de cercanía, que por momentos era posible sentir cómo el agua de la bañera podía salpicarle a uno en la cara.
Teatro íntimo: obra de cámara que va aún más allá de la recámara del teatro burgués. Si el teatro de la antigüedad era el de las grandes preguntas y los espacios al aire libre en contacto con la naturaleza, éste es el teatro del reducto, del fisgoneo. Para poder mirar qué pasa dentro de un baño, hay que acercar un ojo –uno solo– a la mirilla. Y para poder escuchar hay que girar la cara y pegar la oreja a la puerta. Aguzar un solo sentido.
La intimidad, entonces, como espectáculo. La excrecencia, el desecho, como material dramático. Una poética de lo obsceno: el sarro, el sexo, las evacuaciones, los agujeros.
Mauricio Kartun, eximio dramaturgo, opina que "en términos teatrales, el baño es un espacio sustancialmente significante. En particular, los públicos. No tanto como productor de situaciones, sino como generador de cierta zona inefable". De allí que en su taller de dramaturgia ofrezca a sus alumnos, a modo de ejercicio, una mujer con la nariz sangrando en un baño público mal iluminado. "Dice Hemingway –continúa Kartun– que el atributo perfecto para un escritor es el de un preciso detector de mierda. En el baño –y no hablo literalmente, claro, lo que sería una vulgaridad– la vida la acomoda en capas con fruición
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